PARÍS, FRÍO, BELLEZA.
Descorrí las cortinas y la luz lo invadió todo, la imagen de la torre Eiffel no era muy nítida, aún teniéndola a escasos cien pasos de mi casa. Abrí las ventanas. El viento, frío y punzante, entró recorriendo toda la habitación, provocándome un escalofrío. Me abrigué con mi sweater de lana y me dirigí al baño. Abrí el grifo de un golpe según la rutina tradicional, me mojé la cara. Volví a mi cuarto con la cara chorreando, ahora sí que se veía claramente a la colosal dama de hierro. Esbelta, nada insignificante, firme como una roca, pero siempre inquieta.
De mi larga melancolía me despertó el olor a deliciosos croissants crujientes y calientes, de la centenaria panadería, a dos manzanas de mi casa. Bajé de dos en dos las escaleras montando mucho alboroto y haciendo saltar a mi hermano pequeño de la cama. Después de la típica comparación con una estampida de elefantes de mi madre le deseé buenos días y me senté a la antigua mesa de madera donde un café humeante le esperaba a mi padre. Al terminar con tales manjares deliciosos y franceses, me cogí una chaqueta, una bufanda bien gruesa, abrí la puerta y desaparecí entre la espesa niebla parisina de un día de invierno cualquiera.
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